(Publicado en infoLibre el 19 de marzo de 2015)
Me lo dijo un día Toni
Garrido: “¡La
periferia no nos hará libres!”. Y, desde entonces, siempre que puedo,
intento escaparme de los polígonos y trabajar en el centro de la ciudad. No es fácil, que conste, pero yo soy muy empeñadita y muy puntual. Por eso la última vez, de premio, me sobraron diez
minutos antes de una reunión y los invertí en un café con una gran cristalera a la calle: los
invertí en ver pasar la gente.
Pasaron
fumadores, exgimnastas, votantes de Podemos y ciudadanos confundidos. Pasaron mujeres solas y bien acompañadas. Pasaron niños que todavía juegan al fútbol y
adolescentes raros que no miraban su móvil. Pasaron tipos que me devolvieron la mirada y jóvenes muertos de risa. Pasaron lectores, seriéfilos y adictos al teatro. Pasaron
hombres en paro, hombres en crisis, hombres tristes, hombres inciertos.
Pasó mucha gente y casi todos estaban vivos.
Y eso me devolvió la vida a mí.
Así que tuve mi reunión –con la creatividad y la eficacia reforzadas por el
centro- y me volvió a sobrar tiempo, justo al lado de una de esas librerías que no vende mis libros porque son comerciales pero no tanto como las sombras y los planetas por los que uno sí que
puede renunciar a sus principios de librero. Da igual. A mí me gustan esas librerías porque me gustan los libros. Así que
entré y compré el mismo libro que compro todos los años: el
de Amélie
Nothomb, siempre en Anagrama.
Digo el mismo porque Amélie es una maniática,
que escribe cuatro novelas al año y publica una, de una longitud idéntica y unas frases parecidas: breves, certeras y dolorosamente poéticas.
“La persona
que amas es la única que tiene el poder de envenenarte”, dice. Dice
muchas cosas cada vez que la entrevistan, dice cosas disparatadas que en ella parecen sensatas. Dice que escribe todos los días porque lleva dentro una Scherezade que no la deja en paz, dice que
la mayor parte de los derechos de autor se los gasta en champán, dice que escribe a mano (en un lugar las cartas; en otro las novelas), dice que el mundo es raro y sólo el humor nos salva, dice y
sigue diciendo.
Yo digo que Amélie tiene grafomanía, porque es una palabra que me gusta y porque
es la única que encuentro: “Manía de
escribir o componer libros, artículos, etc.”. Manía y talento,
tanta manía que, claro, algunos de sus libros son excepcionales (podría quedarme a vivir en la brevedad del lenguaje de Estupor
y temblores) y otros menos, pero siempre hay que
leerlos.
Así que no le reprocho a la librera que no tenga mis libros y espero paciente a
que me cobre (algo que no parece apetecerle, quizá porque ha perdido la costumbre). Por fin me cobra y compro –me repito– la misma novela de todos los años y me la llevo
muy seria a cortarme el pelo (en el centro, libre, hay más
peluquerías). Los peluqueros no te hablan si lees y yo leo. Leo La
nostalgia feliz. La leo, la entiendo y me
entiendo.
Entiendo, como Amélie, que a veces da pereza y angustia ser feliz. Que a veces
es preferible haberlo sido. Entiendo eso y entiendo su cita de Flaubert: “La
estupidez consiste en querer sacar conclusiones”.
Y con eso y menos pelo, me meto en el metro y salgo del
centro. La periferia
no nos hará libres. La literatura, sí.
P.D.: El lunes, cuando este artículo ya estaba escrito, Amélie Nothombfue
elegida académica de Lengua y Literatura francesa en Bélgica. Una crack.