(Publicado en infoLibre el 8 de abril de 2015)
Éramos seis en la cena. Cinco tipos
dedicados al cine y yo, una infiltrada. Cuando ya llevábamos horas
hablando y en la mesa no quedaban ni las migas, se acercó el dueño del local y nos increpó:
– ¿Qué? ¿Ya habéis cerrado los negocios?
– (…)
– (estupor)
– (incomprensión)
Y el tipo sonrió a nuestros seis silencios.
– Yo, como vosotros, hasta en vacaciones gano dinero.
El dinero es
siempre una información inquietante en una mesa de gente dedicada a la cultura, la verdad. Así que nos miramos los unos a los otros, buscando al que ganaba pasta en
vacaciones hasta que F. dio con la clave:
– Creo que lo que quiere decir es que es autónomo. A su manera, con grandes
beneficios, pero como yo… Que también curro todos los días de la semana. Y tiene una ventaja, que conste, que para mí nunca es lunes.
No es lunes nunca para la gente del cine. Nunca.
Porque cuando no
trabajan piensan, y cuando no piensan, crean. Por eso tiene todavía más
mérito la película de Borja
Cobeaga, justo lo que estábamos comentando cuando el dueño del restaurante
nos interrumpió para poner el dinero en la mesa y la inquietud en la conversación.
Yo, lo admito, vi El
negociador con miedo. Me daba miedo el tema y me daba miedo el
éxito de Ocho
apellidos vascos. Me daba
miedo que Borja se hubiera puesto intenso y/o estupendo. Pero
no.
El tercer largo de Borja Cobeaga es un milagro. Un milagro
de ternura e irreverencia, de naturalidad, humor y sencillez.
No era fácil hacer El negociador después de Ocho apellidos vascos, después del dinero, las masas, la fama. No era fácil, pero debe
ser que a Borja le resultaba necesario.
Y hay que agradecérselo porque nos ha enseñado una obviedad: al final, detrás de
todo, hay personas, que a última hora del día lo que quieren es un filete con patatas. “Los
personajes son mucho mejores cuando son humanos y los puedes imaginar en pijama”, apunté yo, infiltrada todavía en mi mesa de sabios, pero no me hicieron mucho caso porque
(después de darle la matrícula de honor a Cobeaga) ya habían virado la conversación al cine clásico.
– Llegas tarde. Hablamos del cine clásico y de lo poco que se estudia ahora –me
puntualizaron–.
– ¿Y si no te gusta una peli de las que “hay que ver”? –dijo otro casi igual de
incauto–.
– Como
espectador puedes tener gustos, como cineasta tienes obligaciones –sentenció el más grande de la mesa–.
Como espectador, además de gustos, también, tienes un derecho: cuando quieras
alejarte del ruido y de los haters vocacionales, cuando quieras viajar, puedes
pedir refugio político en cualquier sala de cine, siempre encontrarás
detrás un cineasta trabajando.
P.D.1: Hay que querer a Ramón
Barea, el protagonista de El negociador.
P.D.2: Naturalidad es también lo que hay en otra película
vasca: Loreak(en
euskera justo porque es lo natural). Comparte con El
negociador al grandísimo Josean
Bengoetxea, y comparte también la sencillez y la
excelencia.