Mi estrés y yo hemos llegado al teatro tan tarde que nos han sentado juntos. Mi estrés es gordo e invasivo, y deja siempre
el móvil en silencio pero con la pantalla a la vista. Mi estrés es un personaje
deleznable y por su culpa, por primera vez en mi vida, me he salido del teatro antes de que acabara la
función.
Es muy feo salirse del teatro, lo sé. Es aún peor morir de estrés. Y, además, no me ha visto nadie.
O sí: una mujer rubia y encantadora.
- ¿Eres tú quién se ha escapado?
- Sí (avergonzado).
- ¿Por qué? ¿Estás mal? ¿Te has mareado? ¿Te consigo alguna bebida con azúcar?
Mi estrés se ha asomado por detrás y ha sonreído a la mujercon su sonrisa más loca y más perversa.
La mujer, claro, ha huido corriendo. Sola, con mi estrés, he encontrado la salida, una terraza y una mesa libre. En cinco
minutos, tenía también un taburete, una botella de agua con gas y, gracias a una larga llamada de trabajo, tenía, además, un móvil por fin sin batería.
Faltaba una hora para que salieran del teatro mis amigos, más cultos, más libres y mejores que la estresada que se escapa
de los palcos. Faltaba, pues, una hora sin móvil. Sin twitter, sin whatsapps, sin mails, sin
webs.
He respirado hondo.
Me estresa no tener móvil.
O no.
Pero me debería estresar.
Me estresa un poco.
Cada vez menos.
Ya no me estresa.
Me da paz.
Y entonces me he puesto a mirar.
He visto un tipo sin móvil que paseaba una bolsa del Lidl.
Perdón, no la paseaba: la arrastraba.
Perdón otra vez y mejor dicho: la bolsa le arrastraba a él, como si llevara dentro toda su vida. Un hombre con el pasado a cuestas, aburruñado y demasiado presente.
Se ha sentado en mi terraza y ha pedido una cerveza.
Y entonces él también se ha puesto a mirar: miraba fijamente su cigarro. Lo miraba deshacerse en el
cenicero. Sin
esperanza.
¿Qué espera un tipo sin móvil y sin
esperanza?
O quizá es que no espera nada.
¿Qué mira? ¿Qué ve?
En la mesa de al lado, dos chicas guapetonas cotorreaban. A veces entre ellas, a ratos con sus
móviles. Dos chicas y un
grupo de pantallas. Un hombre, un cigarro y una cerveza.
El hombre, extranjero, era el primer hombre que no las miraba en todo el día. Ellas venga a hablar. El hombre venga a
mirar.
A mirar a su cigarro.
Y no a ellas.
Una se ha levantado. La otra ha soltado una carcajada.
El hombre ha seguido solo. Con su cigarro y su desesperanza.
Con su bolsa del Lidl y su vida dentro, llena de desgarrones y de manchas.
Yo estaba tomando notas en una libreta (notas antiestrés). Yo que no soy una chica guapetona y tiendo al silencio. El
hombre me ha mirado y ha visto mi soledad.
Y me ha hecho un gesto de reconocimiento: “Hola mujer sin cigarro y sin bolsa. Hola, soledad”.
El encuentro de dos soledades es una
ecuación exacta: no da nada.
Le he sonreído y he vuelto a mi cuaderno. Él ha hecho una mueca triste y ha vuelto a su cerveza.
Entonces ha llegado F. y le ha gustado mi silencio. Esperábamos todavía a los dos que estaban dentro del teatro, pero
necesitábamos más tiempo a solas, callados, en paz. Necesitábamos mucha más ausencia de ruido para vaciarnos de todas esas miserias que no eran
nuestras y cada día otros nos pegan al pasar.
Cuando han llegado los dos que faltaban, hemos hecho la paz a pullas y carcajadas. Como siempre.
El hombre de la bolsa del Lidl me ha despedido sin envidia ni rencor: “Ya volverás, soledad”.