Amanece sobre mi insomnio y me pilla en pleno acto: o sea, en el acto de ensayar por enésima vez ese discurso (justo, necesario y feminista, sí, a estas alturas) que ya he ensayado mil veces (y
mil noches). Cuando acaba de amanecer, apago el insomnio.
Es sábado. Es un gran sábado.
Da tiempo al yoga, al desayuno, a la lectura.
Es sábado. Es primavera. Hace viento.
Hace tiempo, todavía, de ponerse los vaqueros y, menos mal, también las botas.
Hago la cama y arropo mi insomnio. Me guiña un ojo. Lo ignoro. Salgo. Oyendo música. Andando.
Mensaje de Mario: ya ha llegado a Madrid y que esté cerca siempre me tranquiliza.
Escribo a Rafa desde el autobús. Bajo delante de su oficina y hablamos mientras trabaja. Con Rafa siempre hay un plan (de la A a la Z, hay uno y todos los planes).
En Cibeles hay poca gente y una gran bandera: republicana.
Ando.
Eva me manda un mensaje de audio.
Me río.
Me gusta reírme a carcajadas.
Me río sola y con Eva.
Me desvío y me llama David.
Desde el Thyssen. Le llevo un café, como siempre, y vemos la exposición de Zurbarán. Dos agnósticos rodeados de pintura religiosa.
A él le gustan los cristos, a mí Santa Casilda.
Hablamos de dios y de lo que habíamos prometido no hablar.
Me llama Pedro. Ya hay más manuelistas. Noe grita de fondo. “Vente a comer”. David y yo andamos hacia el Retiro. Queda mucha feria del libro y aterrizamos en unas casetas raras, llenas de libros
sin letras (ni dibujos). Libros que sólo tienen papel.
Buscamos libros para niños.
Para niños inteligentes.
Para niños exigentes.
Una niña de nueve años que busca el libro del que enamorarse este año aparta al librero y con los ojos bien despiertos nos explica y nos vende el que cree que más les va a gustar a nuestras niñas
(dos niñas que podrían ser niños).
El padre de la niña dice “¡Vaya marketing!” y David paga y vuelve al tema del que no podemos hablar.
Le dejo. Cruzo el lago.
No lo cruzo: no sé cruzar lagos. Lo rodeo.
S. me está esperando en una terraza. Le brillan los ojos, porque tiene luz dentro.
Niños, pelotas, romero.
Vuelve la resaca del insomnio.
Me cuesta hablar.
Pero hablamos.
Se hace tarde.
Pedro insiste.
“Tenemos hambre”, dice.
Son seis manuelistas que me esperan en un estrado (“Centro de observación de la naturaleza”, dicen los carteles en pleno Paseo del Prado. Observación de la naturaleza madrileña o de la naturaleza
de los madrileños).
Madrid está contento (y lleno).
Subimos por Huertas y Noe me coge por los hombros y no me suelta hasta que yo me suelto. Le cuento todo. No somos uno de ellos.
Llama Vivi.
Más restaurantes llenos, más manuelistas hambrientos, más madrileños contentos.
Encontramos un vietnamita.
Bueno, bonito, barato.
Por supuesto, hay un amigo de Pedro. Siempre, vayas donde vayas, hay un amigo de Pedro.
Hablamos de publicidad. Hablamos de sueldos. Hablamos de felicidad. Hablamos de educación. Hablamos de lo descansado que es tener tres maridos. Hablamos como si estuviera cambiando el
mundo. Hablamos porque está cambiando el mundo.
Salen a fumar los fumadores y siguen con los sueldos: ¿cuánto debe cobrar un político?
En plena discusión les piden coca.
- ¿Tenéis coca?
- No, hoy no: hoy cambia el mundo.
Pagamos. Salimos. Subimos.
En la plaza Mayor hay turistas, carteristas, camareros y tiendas de sombreros.
Una cabra y una barriga (la de un tipo disfrazado de spiderman).
En las Vistillas hay cerveza, alegría y polos morados de marca.
Un teckel con un collar republicano. Un bar increíblemente lleno. Un bar increíblemente vacío. En Las Vistillas hay bebés, cuarentones, ancianos y ningún adolescente. Uno. Dos.
Ninguno.
Los adolescentes están melancólicos y resacosos de la selectividad (les preguntaron por la catáfora: con esa
pregunta, cualquiera se habría hundido en la melancolía, el sexo y la bebida).
Hablamos de futuros negocios y de la paz.
Hablamos de la luz.
Llega más gente y yo me agobio: tengo que seguir mi película.
Me voy cuando anochece para aprovechar la luz del horizonte que tiene Madrid en el palacio real.
Toca una banda y yo hablo con Josema. Mi amigo el descreído que quiere creer. Hablamos de Manuela, de Esperanza Aguirre y del amor. De que alguien tiene que creerse un amor impostado e intentar
contagiarlo al otro.
Josema va de escéptico y es un romántico (maravilloso).
Llego al cine y vuelvo a Madrid.
“Hablar”.
Lavapiés.
Oristrell.
La gente se ríe de la tristeza.
La gente se ríe de todo.
La gente habla.
La película acaba en un teatro, con todos los actores sentados en un patio de butacas. La película acaba con un cine lleno de gente que aplaude a actores que hablan en una sala de
teatro.
Fuera, en la plaza de los Cubos, un tipo drogado grita por teléfono. Grita y amenaza a alguien que no le cuelga.
Ando.
Me para un chico joven. “Tú eres Paloma, ¿verdad? Yo te leo”.
Hago como que no me emociono.
Me emociono.
Ando.
Tengo frío. Entro en un café. Pido una infusión y un señor me explica que el frío de hoy viene de Segovia. “Todo lo malo viene de Segovia”. Pienso en preguntar por qué, pero no
me importan sus razones: sé que de Segovia a mí me viene la bondad.
Me dice: “¿Has visto qué alcaldesa tenemos? Una alcaldesa para abuelos, padres y nietos”.
Es verdad que hace frío, aunque no sea de Segovia.
Ando.
Llevo doce horas andando.
Llevo doce horas feliz.
La vida siempre te encuentra cuando sales a buscarla.
(Publicado en infoLibre el 26 de junio de 2015)