(Publicado en infoLibre el 31 de julio de 2015)
Desde que se inventó el whatsapp, siempre que me invitan a algo, la primera respuesta es un sí entusiasta. El whatsapp es como un confesionario que todo lo perdona: primero
un sí, luego silencio, después una excusa. Y es un sí lleno de exclamaciones (o emoticonos fogosos de ésos que yo no pongo), pero luego hay que buscarse las excusas, que todo lo nuevo nos da
pereza.
Y resulta que, a principios de julio, a la grandísima Teresa Osuna no se le ocurrió otra cosa que mandarme un whatsapp e invitarme a mí, una inculta que se dedica a la cultura, a ver el
“Don Juan” de Blanca Portillo en el Festival de Almagro.
No se lo dije a Tere, pero estaba segura que me echarían de Almagro y/o de cualquier sala de teatro clásico, por bruta (por bruta amante de Shakespeare, eso sí). Pero es difícil decirle
que no a Tere que es ella un puro sí, pura generosidad y pura entrega. Así que volví a pensar y me di cuenta de que a mí lo que me da pereza es lo viejo, y lié a V. para escaparnos:
escaparnos a ver teatro clásico.
V. y yo somos una versión macarra y muy poco suicida de Thelma y Louise, inconscientes de la
operación salida (¡vaya atasco!) e ignorantes de que en los pequeños pueblos de La Mancha le han declarado la guerra a Google Maps. Todas las noches, los manchegos sacan las sillas de enea a la
fresca y designan una patrulla que descoloque, baraje y confunda las señales de prohibido. Así los navegadores entran en bucle, se bloquea google y ningún turista llega a su hotel, a su posada o
a ese territorio que no es suyo.
V. y yo tuvimos, entonces, que recurrir al truco más antiguo del mundo: preguntar, con educación y una sonrisa; y conseguimos encontrar la posada, dejar nuestra bolsa de viaje y
correr los otros veinte kilómetros que nos quedaban hasta Almagro.
Benditos también los teatreros, los actores, directores, productores y escenógrafos que viven en tribu y lo comparten todo: su comida, su espíritu y, sobre todo, su tiempo. Bendito el Hospital de San Juan, un maravilloso espacio al aire libre donde seiscientas personas asistimos fascinadas a esta versión de Don Juan.
El Don Juan de Blanca Portillo se dice con los versos adaptados por Mayorga (o sea, por el dios de los dramaturgos) y se entiende como si no fuera en verso: es claro y demuestra lo que fue el personaje. O sea, un violador y un trilero, un caradura indecente.
Y, con esos versos tan claros y tan actuales, los actores lo viven, y lo bailan, y lo dicen, y lo hacen sentir, y se lo cuentan al público con la luna de verdad tras ellos.
Volaban los murciélagos y se paraban a verlo: “Estos humanos, qué buenos son cuando hacen arte”. Y se paró el tiempo: se levantó el público, lloraron los actores, y el teatro cambió un poco el mundo (y nos cambió mucho por dentro).
Nos contaron luego que la crítica oficial despotricó de esta adaptación: “Un escándalo”, dijeron, “una adaptación feminista; una traición a la obra”. Y no, yo creo que no, que lo que es una traición es no usar el arte para potenciar el cambio, tirar de lo clásico para no moverse y tatuarse una norma que ya no vale.
A mí me flipó el Don Juan de la Portillo (el de Mayorga, el de Miguel Hermoso, el de José Luis García Pérez, el de toda esa tribu de genios). Me flipó y me detuvo, allí, en Almagro, a la luz de esa luna gorda, sabiendo –como sabíamos V. y yo- que nunca más encontraríamos nuestro hotel porque nos habrían cambiado las señales; sabiendo, como sabíamos, que nunca más podríamos dejar de ir a Almagro, y a Mérida, y a cualquier sitio donde se haga teatro por amor al arte, y a cualquier montaje en el que estén Tere y Miguel.
Gracias a ambos.
(Y a V., siempre)
P.D.: el teatro es resistencia. ¡Resistid!