(Publicado en infoLibre el 28
de agosto de 2015)
Son las tres y pico de la tarde. Los adultos esperamos la comida con sed, pereza y sal.
Los niños andan cerca.
O no.
Pero deberían.
Sólo hay dos donde tendría que haber cuatro porque les hemos dejado ir a jugar para que no nos devore su impaciencia.
***
La pregunta es una cerveza helada:
– ¿Los defectos que vosotros os veis coinciden con los que os ven los demás?
– ¿Cómo?
Estamos ganando tiempo, pero la pregunta es muy clara y cada uno contesta como puede:
– Creo que sí.
– Hay una intersección que coincide, como en los conjuntos. Pero hay defectos que no tienes con todo el mundo.
– No es verdad. Si los tienes, los tienes.
– Para nada. Hay gente que saca lo peor de ti y otros a los que pones la mejor cara.
– Eso es ser hipócrita.
– Eso es ser humano.
Seguimos así hasta que descubrimos que quien ha hecho la pregunta se relame callado y satisfecho. Sonríe muy serio (quiero decir que sonríe pero no está bromeando):
– Ni siquiera sé por qué os lo he preguntado, porque yo no me veo defectos.
Y, como traen la comida, se levanta a buscar a los niños que faltan mientras nosotros nos miramos, desconcertados, descojonados.
***
Y entonces suena el crash y la pelota casi nos rompe el verano.
***
La pelota es nuestra (la compré yo, lo cual me hace ligeramente responsable de sus efectos secundarios), pero hace ya un rato largo que se la di a dos de nuestras niñas.
(Para educar a un niño hace falta la tribu entera y para entretenerlo en verano y no morir en el intento, hacen falta varias tribus de amigos y un estado propio: “nosotros”, compartiendo siestas,
risas, niños y trozos de algún libro).
***
Nuestra pelota, por allí al fondo, ha ido derribando las botellas de la mesa de los otros.
(“Los otros”, en un hotel, son todos esos desconocidos que también tienen hijos y que parecen mucho peores que nosotros pero son sólo nuestro espejo: así somos todos en bañador: anchos, sudorosos
y gritones, capaces de “ronchar” como ciervos, que es la frase del verano).
Y los que estamos en la mesa, cobardes y pragmáticos, disimulamos.
Hasta que, dos minutos después aparece nuestra pelota, seguida por dos niñas cabizbajas y un padre que rezonga.
***
Una de las niñas levanta la cabeza y la otra no. La otra llora.
Protesta porque su padre la ha obligado a pedir disculpas a la mesa de los otros, la mesa que ha derribado concienzudamente nuestra pelota.
La niña no entiende las disculpas, no entiende la bronca, no entiende el mundo.
Y se va, ofendida y ultrajada.
***
El padre se sienta.
Da un trago a la cerveza.
Nos mira y su mirada nos calla.
Pregunta.
– Sé que he hecho bien, pero… sois padres inteligentes y cada vez que discuto con mi hija necesito una confirmación intelectual (no moral, de verdad, sólo intelectual). ¿He sido demasiado brusco?
¿Habríais hecho lo mismo?
Rumiamos un poco, intentando averiguar si habla en serio y… sí, también. Así que con la tranquilidad que da no haber estado detrás de dos niñas que derrumbaban una mesa ajena, le damos la
confirmación que no necesita.
Se la damos con gestos porque justo entonces aparece su hija y no hay nada peor que interferir en la bronca de otra familia.
– ¡Y no pienso hablarte en tres días!
Si hubiera sido en casa, habríamos oído el portazo, pero la niña –dramáticamente impecable– desaparece en silencio, intentando no llamar la atención de la mesa derribada.
***
El padre da otro trago y se calla.
Un tercer trago y confiesa:
– Yo iba pensando en el efecto de la economía digital sobre la industria audiovisual, en esas cosas en las que pienso, y la verdad es que la pelota se les ha escapado de las manos, pero…
Ese “pero” promete y entonces llega el pecado:
– … los de la mesa me estaban mirando fijamente y eso me ha hecho regañarlas proyectando la voz, obligándolas a pedir disculpas con una autoridad que ni tengo ni ejerzo…
– (…)
– …quiero decir que, en el fondo, era una actuación para los otros, para que pensaran que era un padre que sabía hacer lo correcto.
– O sea, una hipocresía.
Y es entonces cuando los demás padres, por fin, soltamos la carcajada que le desinfla la intensidad y el despiste moral.
(Nos descojonamos bajito, no vaya a ser que nos escuchen los de la mesa derribada y vengan con las palas y las sombrillas, a dejarnos sin tortilla).
***
Los tres que sí pueden beber cerveza siguen un rato, hablando, con cierta desgana, de lo que habrían hecho nuestros padres. Dejarnos sin pelota, amenazarnos con el cinturón, atarnos a la
mesa…
Yo no aporto a esa conversación porque me han castigado poco y se me nota. Y porque, como no puedo beber cerveza, tengo un verano espeso y torpe y me he quedado pensando en que el padre confeso
siempre cae de pie y se ha ganado toda la tarde libre, el lujo más inalcanzable de las vacaciones con niños: su hija se ha refugiado con la madre, y él va a leer, a dormir siesta y a
pensar.
– ¿No podrías expiar tus dudas quedándote con nuestros niños?, pregunto.
Como hablo bajito y digo cosas incómodas, no me hacen mucho caso.
– Así te puedo escribir una columna y titularla “Expiación”, como esa maravillosa novela de Ian McEwan que también fue una buena peli.
Nada, ni caso.
La expiación no triunfa en esta mesa laica, ni aunque sea con la belleza del lenguaje de McEwan. Así que, sin levantar la voz, intento ser más clara.
– Si le pegas una bofetada, te hago una serie.
– ¿Quéee?
Me dedican un minuto de atención y hablamos de The Slap, una serie también basada en una novela, una ficción construida alrededor de un tortazo a un niño (“La bofetada”) que desencadena
un tsunami.
– Pero ese niño no era propio.
– ¿Y?
Como no quiere que le deleguemos los niños, me cambia de tema (o peor: me sigue en el desvío).
Hablamos de las bofetadas que no damos y nos reímos del padre dubitativo porque es mejor agotarlo a él que llegar al otro tema de este angustioso verano que nos acosa a todas
horas: los padres que matan, el horror.
***
De las dos niñas que quedan en la mesa y no han rechazado el pollo, una quiere un helado y el iPad, la otra quiere sumas (“¡Quiero aprender”!) y un batido de chocolate. La ofendida no vuelve,
porque su madre (en la habitación con un bebé) es el mejor asilo político. Pagamos la comida y el padre de la pelota –tan tranquilo después de sus dudas morales como antes de
confesarlas– se encamina hacia una larga tarde libre.
Los demás tenemos ratos de verano entre peticiones infinitas de atención, de cariño, de comida, de fútbol, de caprichos, de pantallas. Los demás veraneamos esa tarde con nuestros hijos que
todavía (ojo al todavía) no han dejado escapar ninguna pelota.
Mañana las dudas serán nuestras.